-.- EL SERVICIO DOMESTICO DE PRINCIPIOS DE SIGLO XX -.-

Extraído del libro "Los años dorados", de A. Dodero.

..." Buenos Aires, principios del siglo XX. Un hombre de sesenta años, dueño de uno de esos lujosos hoteles particulares que han surgido hace poco tiempo en los nuevos barrios residenciales, recuerda su infancia en la enorme casa colonial de su familia, situada cerca de las elegantes parroquias del sur de la ciudad.

Simplicidad era la palabra clave: en las relaciones humanas; en las tertulias de la noche; en la casa baja de tres patios y en su decoración; en la cocina, donde siempre se preparaban los mismos platos criollos, y en el servicio doméstico, que solía estar compuesto de negros y mulatos, esclavos o libertos, instalados alrededor del tercer patio.

Luego la modernidad llegada de Europa se apropió de la ciudad, que se dejó seducir y quedó sumergida por las olas de inmigrantes. Las clases altas abandonaron la simplicidad colonial en busca del beneficio de una creciente complejización del ámbito doméstico. Se trató de una transformación espectacular, que pareció absolutamente necesaria para demostrar que pertenecían al modelo más fino de la sociedad europea (en particular, de la francesa).

El cambio fue notorio en la organización del personal doméstico, que debía servir a una sociedad ahora sofisticada, sometida a rituales mundanos, lujosos y complejos.

Los negros no desaparecieron enseguida. Victoria Ocampo, nacida en 1890, cuenta que, durante su infancia, "los hijos de los servidores, blancos o negros, que jugaban con nosotros lo hacían en pie de igualdad". Pronto, el personal de antaño se reemplazó, en su gran mayoría, por uno de origen europeo que parecía ser el único capaz de comprender la sutil civilización del Viejo Mundo.

OBJETOS DEL MUNDO

París fue invitada a Buenos Aires. Frágiles objetos de arte adornaron los salones de "boiserie" dorada; una abundante cantidad de vajilla de porcelana comprada en Londres o en París llenaba las alacenas de la despensa, mientras que los placares del señor y la señora desbordaban por la enorme cantidad de prendas de vestir y accesorios.

"Había que cambiarse varias veces, para cada evento mundano del día" Las más sofisticadas recetas europeas se servían en las importantes cenas, donde reinaba una etiqueta impecable. Los niños debían aprender a hablar varios idiomas, de modo de estar preparados para insertarse en las altas sociedades europeas.

Todo esto exigía un personal numeroso y, sobre todo, cada vez más especializado y jerarquizado.
Un ama de llaves que llevaba un pesado llavero colgado en la cintura, símbolo de su jerarquía, tenía la autoridad sobre la administración de la casa y velaba por la disciplina general.

Hacia abajo en la escala jerárquica seguían las nodrizas, que amamantaban a los recién nacidos de la alta sociedad argentina; las niñeras, para los más pequeños y, finalmente, las institutrices de inglés, francés y alemán. La convivencia entre ellas solía ser muy difícil. Victoria Ocampo, con sólo nueve años de edad, escribió en francés a su madre: "Miss Ellis, Miss Krauss y Miss Bonnemason son como verdaderos tigres encerrados en una jaula".

Para el señor de la casa, había un mucamo que realizaba los quehaceres del hogar. Por encima de éste, un mayordomo, que se encargaba especialmente de la ropa y, entre otras tareas, de traerle café o whisky a su patrón.

Al servicio de la señora, había una mucama personal en general, españolas, muchas de ellas gallegas y una lencera francesa o suiza que se ocupaba de la ropa delicada. Una o varias mucamas estaban designadas al cuidado de los niños. Las lavanderas a menudo, italianas y planchadoras, que trabajaban a tiempo completo o parcial,se encargaban de la ropa blanca en general.

Un numeroso personal estaba a cargo de la cocina. El chef francés, italiano o español tenía la responsabilidad de la reputación culinaria de la casa y lo asistían varios pinches o peones.

El trabajo era enorme. Por lo general, el ama de llaves almorzaba y cenaba sola. Se servía una comida para los niños, en compañía de sus niñeras e institutrices, y otra para el personal; en algunas casas, los hombres y las mujeres comían en mesas separadas.

LA HORA DE COMER

Por último, se servía la comida para los dueños de casa y sus invitados. Esta tarea estaba a cargo de varios mucamos de comedor, vestidos de frac (o esmoquin en los últimos años) y con guantes blancos.

Las mucamas de comedor sólo podían servir durante las cenas íntimas de la familia. En el caso de las recepciones, únicamente los hombres se ocupaban del servicio en las mesas. Su presencia debía ser impecable. Tenían que estar afeitados y sin bigote. Algunos dueños de casa no permitían que llevaran anteojos.
Una vez terminado el almuerzo de los amos, se debía preparar la repostería para el té, por lo que la mesa volvería a ponerse pronto.

Al personal afectado al interior de la casa había que sumar el que estaba encargado de las zonas externas. Más allá del portero, estaban los caballerizos, que se ocupaban de los caballos y las carrozas, y usaban galera durante los paseos y las salidas.

Más tarde aparecieron los choferes, vestidos con librea, que esperaban largas horas en los autos. En ocasiones, ellos tenían sus viviendas cerca del garaje.

Era habitual que en algunas casas -en particular las más lujosas- el servicio doméstico estuviera compuesto de unas veinte personas. Una gran parte de los empleados acompañaban a los dueños de casa a Mar del Plata o a las estancias.

María Rosa Oliver recuerda su infancia y los viajes a la chacra de Merlo. Subían al tren toda la familia, la niñera, la institutriz alemana, el ama de llaves irlandesa, dos mucamas, un mucamo, la cocinera y su pinche, la lavandera y la planchadora.

LAS HABITACIONES

En Buenos Aires, el personal femenino de las grandes residencias vivía en las habitaciones que se encontraban bajo la azotea, cerca de los lavaderos y del cuarto de planchar. El personal masculino vivía en los cuartos del subsuelo, donde altas ventanas dejaban pasar la luz y un poco de aire.

La hora de siesta se respetaba, el franco se reducía a medio día, domingo por medio, y las vacaciones anuales no existían.

Sólo quedaba la distracción de un viaje o la reducción de trabajo cuando la familia se ausentaba. El personal doméstico tenía muy pocos gastos personales. En ciertos casos, sus salarios le permitían ahorrar dinero suficiente para comprara una casa y aun una segunda propiedad a fin de poder alquilarla durante su vejez. Aquellos que no pudieron o no supieron asegurar financieramente su vejez fueron, en su mayoría, socorridos e incluso cuidados en la casa patronal hasta sus últimos días. Varios de ellos, lejos de sus familiares europeos, recibieron sepultura en la bóveda de la familia a la que habían servido durante tanto tiempo.

Este paternalismo benefactor y, por cierto, bien intencionado no logró ocultar las frustraciones inevitables, la pérdida de la independencia, la casi obligación de no tener hijos que estuvieran a cargo de ellos y, sobre todo, la lamentable ausencia de toda legislación laboral.

En 1904, el presidente Roca intentó, en vano, que se aprobara el primero y real proyecto de ley nacional laboral en la Argentina, aunque ese proyecto contenía un párrafo que decía: "Las prescripciones de esta ley no se aplicarán al servicio doméstico". La dispersión del personal doméstico y su relación de dependencia no eran las mejores condiciones para poder formar un sindicato.

La vida de los empleados domésticos parecía, entonces, incorporada a dos vidas estrechamente unidas: la de la casa y la de una familia.

Esta unión era celebrada diariamente por medio de un ritual en el que el personal desempeñaba un papel activo.

Sin embargo, no debemos olvidar a aquellos que respetaron el ritual, que lo amaron como un actor ama su papel en un espectáculo que le gusta.".....

Hasta la próxima,
Arq. Luis Romo.

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