-. REFRESCOLA, la bebida popular .-

A fines de los años ‘40, un bioquímico de apenas 22 años que trabajaba para una fábrica de Fernet catando bebidas y creando recetas, descubrió el que se consideraba uno de los secretos mejor guardados del mundo: la fórmula de la Coca-Cola. Ni lento ni perezoso, mudó el laboratorio al patio de su casa de Devoto, le ganó el primer juicio del mundo a la multinacional por el uso de la palabra “Cola” y empezó una empresa que en los siguientes veinte años se convertiría en un éxito nacional tan grande que hasta se le atribuía al mismísimo Perón. Y que murió con el desmantelamiento de la industria industrial, los almacenes y el sifón de mesa.
Si esta historia fuera una película, seguramente comenzaría en un laboratorio. Apenas iluminado por la luz mortecina de una bombita de 25 watts, la primera toma mostraría a un científico enfundado en su guardapolvo blanco en el preciso instante en que descubre, por accidente, una valiosísima fórmula secreta. Casi como si hubiera dado con la piedra filosofal del siglo XX, aunque en este caso, en vez de transmutar el plomo en oro, lograra convertir el agua en (algo similar a la) Coca-Cola. Sin embargo, la historia es real y su protagonista se llama Saúl Patrich, el creador de la bebida argentina más popular de los años ‘60: la Refres-Cola.

En 1948, Patrich era un técnico químico especializado en bromatología que, pese a sus escasos 22 años, ya había trabajado para diversas firmas elaboradoras de bebidas como asesor y degustador profesional. Esta experiencia le había permitido desarrollar un “paladar absoluto” y con sólo probar un sorbo era capaz de detectar sus componentes. Tal vez por eso los dueños de Fernet Leocatta, para quienes trabajaba, acudieron a él como su última salvación: su Fernet era un fracaso, pero un distribuidor se había comprometido a comprarles toda la producción si cambiaban de rubro y lograban una imitación de un conocido amargo serrano. “¿Usted puede hacerlo?”, le preguntaron a Patrich, y de inmediato le extendieron un vaso con el producto a emular. El joven técnico hizo un buche y dejó que el líquido recorriera su boca para estimular las papilas gustativas, sopesó sus componentes, realizó unos cálculos mentales, tragó y respondió: “Dénme una semana”.
Luego visitó una herboristería y compró todo tipo de hierbas, las llevó a su laboratorio, las trituró, las maceró en alcohol y elaboró ocho muestras distintas. De una de ellas derivaría el amargo serrano que le habían solicitado y las siete restantes serían descartadas. Pero sucedió algo inesperado: “En la prueba número 6 encontré una pista —recuerda como si narrara una investigación detectivesca—. Al principio no sabía adónde me iba a llevar, aunque intuí que podía ser algo grande; así que me dediqué día y noche a experimentar con esa muestra para ver si podía dar con la clave de ese gusto tan extraño”. Y si bien a él mismo le costaría creerlo, esa pesquisa resultó clave para acercarse al sabor de aquella gaseosa de color negro y nombre raro originaria de los Estados Unidos.
Seis años antes, el lunes 3 de agosto de 1942, Coca-Cola había llegado al país y su primer aviso publicitario se difundía en los principales diarios a página completa. “Usted no olvidará jamás la inefable sensación de frescura y exquisito sabor de Coca-Cola”, decía el spot, pero a la vez advertía: “Eso sí, pídala siempre ¡bien helada!”. Hasta ese momento, el mercado de las gaseosas estaba dominado por Bilz, Pomona y Crush, los chicos tomaban chocolatada Vascolet y deportistas como Juan Manuel Fangio y el futbolista Vicente de la Mata recomendaban Kero, una bebida nutritiva “rica en dextrosa (sic)”.
Para imponerse en el gusto popular, Coca-Cola desplegó una enorme campaña publicitaria que aún continuaba seis años después de su arribo a estas tierras, y de ese modo llegó a manos de quien desentrañaría su preciado secreto: “Una tarde encontré un camión gigante de Coca-Cola en la esquina de casa, en Beiró y Bermúdez”, rememora Patrich, y agrega con una sonrisa: “Había dos chicas lindísimas: una rubia y una morocha repartiendo botellitas. Como no me podía decidir, le pedí una a cada una”. Apenas entró a su hogar, el químico destapó uno de los envases y probó su contenido. “No está mal”, pensó. Era un gusto nuevo, absolutamente original. Guardó la segunda botella y sólo la retiró días más tarde, para llevarla a su precario laboratorio en la fábrica Leocatta y cotejar su contenido con los resultados de su experimento número 6. Allí trabajó día y noche, haciendo innumerables pruebas hasta dar con la fórmula. “Era medianoche —señala don Saúl—, pesé cada hierba por separado en la balanza de precisión y anoté cuidadosamente las cantidades. Luego hice un jarabe con 50 gramos de azúcar, y le agregué acidez tartárica. Mezclé todo, lo diluí con agua y lo probé, lo comparé con la Coca-Cola y grité: ‘¡Lo tengo!’”.

La batalla por el nombre

Al poco tiempo, Patrich dejó su puesto en la firma Leocatta y abrió su propia fábrica... en los dos metros cuadrados que abarcaba el patio trasero de su casa. Allí ajustó su fórmula y preparó varias jarras que dio a probar entre familiares y vecinos.
—Es muy bueno. ¿Cómo se llama? —le preguntaban.
—Refres-Cola —respondía, con el pecho henchido de orgullo.
No obstante, pronto se toparía con un problema. “Yo quería registrar el nombre ‘Refres’ porque consideraba que ‘Cola’ era de uso genérico, pero Coca-Cola se oponía”, afirma. Claro que eso no lo amedrentó, todo lo contrario; y se puso a investigar a su contrincante. “Las bebidas cola son ácidas, y la acidez puede ser cítrica o tartárica, aunque en el caso de la Coca-Cola no detectaba ninguna de las dos”, explica el técnico, a quien le llevó tres años resolver el misterio: “Un día se me ocurrió consultar el código bromatológico de Estados Unidos y vi que ahí estaba permitido el ácido fosfórico. Entonces hice nuevas pruebas y descubrí que ésa era la sustancia responsable de la acidez de la Coca-Cola”.
Con ese dato, descubierto en los fondos de una modesta casa de Devoto, le inició juicio a una de las compañías más grandes del mundo: “Mi argumento era que la marca estaba mal concedida, porque ellos utilizaban ácido fosfórico, que en ese entonces no estaba habilitado por el código bromatológico de nuestro país”. Y debió ser un argumento de peso porque los abogados de Coca-Cola le propusieron llegar a un acuerdo para evitar el juicio. Así, la palabra “Cola” pasó a ser de uso genérico y pudo ser utilizada por otras bebidas.
Los duros inicios
Patrich había ganado la batalla por el nombre, pero ahora tenía que convertirlo en una marca reconocida. Para empezar, la Refres-Cola no era una gaseosa sino un jarabe concentrado listo para ser diluido con soda. De hecho, su etiqueta mostraba una familia tipo con el padre en el acto de accionar un sifón. Sus ventajas consistían en que podía ser utilizada mucho después de abierto el envase, sin perder sus cualidades, y que cada persona podía regular la intensidad del sabor a su gusto, como una gaseosa bajo el concepto “hágalo usted mismo”. Aunque su principal atributo era económico, como proclamaba uno de sus slogans: “Con una botella sola / 40 vasos de Refres-Cola”. Es decir que rendía casi 10 litros por botella. “Y aparte era más saludable —añade don Saúl— porque no contenía ácido fosfórico ni cafeína, que son las sustancias más cuestionadas de la Coca-Cola.” Pese a todo esto, no le fue sencillo imponer una bebida elaborada en el patio de su casa, con una cuba de madera de 200 litros sin bombeador ni filtro, y cuyas botellas eran llenadas, etiquetadas y encorchadas a mano, una por una, por el propio Patrich y sus hermanos.
El primer almacén que exhibió la Refres-Cola estaba en Canning y Warnes. El químico hacía el reparto a bordo del colectivo 124. “Cuando llegaba al comercio dejaba los cajones afuera, me asomaba y gritaba: ‘¡Un cajón de Refres-Cola!’. El dueño me pedía que lo bajara como si tuviera el transporte estacionado en la puerta. Entonces yo salía, esperaba un poco, y volvía a entrar con el cajón”, recuerda risueño. Luego alquiló una camioneta con chofer una vez por semana. La Refres-Cola empezó a ganar clientes y su dueño, dolores de espalda, por cargar los 12 kilos que pesaba cada cajón. Ese moderado éxito lo obligó a trasladar la “fábrica”: tras compartir una planta con otra firma en Haedo, tuvo su primera sede propia en un modesto galpón de Navarro al 4547, equipado con una llenadora de seis picos, una encorchadora manual, una bomba y un filtrador. Las ventas crecieron bastante, pero después se estancaron. Sin embargo, a Patrich le aguardaba un inesperado golpe de suerte.
El enigmático señor Pollak
Una tarde de 1955, el técnico recibió la visita de un desconocido que se presentó como León Pollak, quien le ofreció comprar toda su producción para ser su representante exclusivo.
—¿Pero usted sabe cuál es nuestra producción? —le preguntó Patrich.
—No, pero eso es un detalle menor —contestó Pollak en tono despectivo.
El dueño rechazó la oferta. No obstante, días más tarde, recibió un llamado de Raúl Pereyra, director de la agencia de publicidad Naype: Pollak le había encargado una gigantesca campaña publicitaria para difundir la Refres-Cola y él había preparado afiches para vía pública y tenía reservados espacios en diarios, revistas y radios. Pero Pollak había desaparecido y la agencia quería saber cómo recuperar el dinero invertido. “Lo lamento —se excusó Patrich—. Yo tengo una pequeña fábrica y no puedo afrontar semejante gasto.” Entonces Pereyra le propuso un pacto de caballeros: él asumiría la inversión y si la campaña daba resultado, se cobraría los costos de las ganancias. En cambio, si fracasaba, el químico no tendría que pagar nada.
El slogan ideado por la agencia destacaba la principal virtud de la bebida, era efectivo y hasta admitía cierta belleza poética: “Haga cola con Refres-Cola... y verá que resulta más”. A las semanas, esa frase empapelaba las paredes de Buenos Aires, se leía en los laterales de los tranvías, en las páginas de los diarios y se escuchaba en forma de jingle por las principales radios. La repercusión fue descomunal y la capacidad productiva de la modesta sede de la calle Navarro se vio rápidamente desbordada. “Recibimos tantos pedidos que los camioneros se llevaban las botellas sin etiquetar y pegaban las etiquetas en el camino”, rememora don Saúl.

Auge y caída
Dos años después de esa campaña, el 12 de octubre de 1957, quedó inaugurada la nueva fábrica de Refres-Cola: una planta modelo totalmente automatizada que ocupaba una manzana completa de Ciudadela; y con ella comenzó la edad dorada de la bebida, que se extendió desde fines de los ‘50 hasta principios de los ‘70. De Rivadavia 12120 partían 20 camiones por día a las órdenes de las 28 distribuidoras que hacían llegar la Refres-Cola a todo el país. Los salones de fiestas encargaban damajuanas para preparar sus propias jarras de gaseosa y hasta hubo un pedido de Aerolíneas Argentinas, que en uno de sus vuelos convidó a sus pasajeros con la cola nacional. “Pero se ve que no prosperó porque no volvieron a pedirla”, dice Patrich.
Durante los ‘60, Refres-Cola fue un habitual auspiciante de programas de radio y televisión. Su repercusión fue tal que los memoriosos aún recuerdan el rumor que afirmaba que la bebida había sido un invento de Juan Domingo Perón para amargarle la vida a los capitales foráneos, versión que el técnico desmiente a carcajadas.

Hasta la próxima,
Arq. Luis Romo.
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-. Por la vida contento voy,saboreando el rico...

..,si gente, Mantecol.
Algunos recuerdan cuando en el barrio de Monte Castro, los vecinos decían “nos encontramos en Segurola y Elpidio Gonzalez donde esta Mantecol” (hoy terreno que ocupa el hipermercado Coto).

Todo había comenzado en Grecia, su tierra de origen, donde se lo conoce como jalvá, una golosina hecha con pasta de maní y azúcar. En la Argentina, el jalvá es el Mantecol. Lo patentó Miguel Georgalos hace más de 60 años y nació hace 69 años en éste barrio porteño.

Miguel Georgalos puso su primera fábrica en 1939, en esa esquina barrial. Tenía 25 años, hacía menos de dos que había llegado desde Grecia y no hablaba castellano. Pero intuyó que la tradición repostera de su tierra natal iba a "prender" en Buenos Aires. Sin embargo, testimonios de vecinos adyacentes a Av. Lope de Vega y Jonte comentan que en realidad el invento fue de una persona de origen oriental que hacía esta “pasta dulce de maní” en forma casera en el barrio y el Sr. Georgalos le compró la fórmula a módico precio para poder patentarla y comercializar esta golosina. De todas maneras, estaba en la pista correcta, igual que su compatriota Demetrio Elíades, quien un año antes había abierto una confitería en Mar del Plata: Havanna.

La marca protagonizó uno de los hitos publicitarios de los años 60, cuando un dibujo animado de una exótica barra de amigos atravesó las pantallas de los televisores simulando un trencito, mientras cantaban un jingle tan pegadizo que aún hoy se recuerda: "Por la vida contento voy, saboreando el rico Mantecol".

En el año 2001 una multinacional Cadbury Stani, filial de la inglesa Cadbury Schweppes compraron la marca Mantecol por 25 millones de dólares. Los hijos de Georgalos aceptaron la oferta. Con esos fondos sanearon la empresa para relanzar la empresa con su marca Georgalos que comercializa productos confitados de maní, crocantes, turrones, etc.

En 1992, con la convertibilidad en marcha, la empresa encaró su expansión al Brasil. Firmó un convenio con Lacta y tomó deuda en el mercado para construir una gran planta en Río Segundo. Llegó a tener 1.500 empleados. Pero cuando todo estaba dispuesto, llegó el efecto tequila:

los bancos exigieron la cancelación anticipada de los créditos antes de que Lacta pudiera distribuir un solo Mantecol en Brasil.

Georgalos llegó a deber casi US$ 60 millones y tuvo que pedir el concurso en 1995. Sus ventas anuales, en ese momento eran de $ 40 millones, con el Mantecol a la cabeza, ya que sólo esa marca facturabá entre 12 y 13 millones. Según la consultora Claves, actualmente Mantecol es el único de su género. No tiene competidores.

Hasta la próxima ,
Arq. Luis Romo.
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-. El servicio doméstico a principios del siglo XX .-

Extraído del libro "Los años dorados", de A. Dodero.

..." Buenos Aires, principios del siglo XX. Un hombre de sesenta años, dueño de uno de esos lujosos hoteles particulares que han surgido hace poco tiempo en los nuevos barrios residenciales, recuerda su infancia en la enorme casa colonial de su familia, situada cerca de las elegantes parroquias del sur de la ciudad.

Simplicidad era la palabra clave: en las relaciones humanas; en las tertulias de la noche; en la casa baja de tres patios y en su decoración; en la cocina, donde siempre se preparaban los mismos platos criollos, y en el servicio doméstico, que solía estar compuesto de negros y mulatos, esclavos o libertos, instalados alrededor del tercer patio.

Luego la modernidad llegada de Europa se apropió de la ciudad, que se dejó seducir y quedó sumergida por las olas de inmigrantes. Las clases altas abandonaron la simplicidad colonial en busca del beneficio de una creciente complejización del ámbito doméstico. Se trató de una transformación espectacular, que pareció absolutamente necesaria para demostrar que pertenecían al modelo más fino de la sociedad europea (en particular, de la francesa).

El cambio fue notorio en la organización del personal doméstico, que debía servir a una sociedad ahora sofisticada, sometida a rituales mundanos, lujosos y complejos.

Los negros no desaparecieron enseguida. Victoria Ocampo, nacida en 1890, cuenta que, durante su infancia, "los hijos de los servidores, blancos o negros, que jugaban con nosotros lo hacían en pie de igualdad". Pronto, el personal de antaño se reemplazó, en su gran mayoría, por uno de origen europeo que parecía ser el único capaz de comprender la sutil civilización del Viejo Mundo.

OBJETOS DEL MUNDO

París fue invitada a Buenos Aires. Frágiles objetos de arte adornaron los salones de "boiserie" dorada; una abundante cantidad de vajilla de porcelana comprada en Londres o en París llenaba las alacenas de la despensa, mientras que los placares del señor y la señora desbordaban por la enorme cantidad de prendas de vestir y accesorios.

"Había que cambiarse varias veces, para cada evento mundano del día" Las más sofisticadas recetas europeas se servían en las importantes cenas, donde reinaba una etiqueta impecable. Los niños debían aprender a hablar varios idiomas, de modo de estar preparados para insertarse en las altas sociedades europeas.

Todo esto exigía un personal numeroso y, sobre todo, cada vez más especializado y jerarquizado.

Un ama de llaves que llevaba un pesado llavero colgado en la cintura, símbolo de su jerarquía, tenía la autoridad sobre la administración de la casa y velaba por la disciplina general.

Hacia abajo en la escala jerárquica seguían las nodrizas, que amamantaban a los recién nacidos de la alta sociedad argentina; las niñeras, para los más pequeños y, finalmente, las institutrices de inglés, francés y alemán. La convivencia entre ellas solía ser muy difícil. Victoria Ocampo, con sólo nueve años de edad, escribió en francés a su madre: "Miss Ellis, Miss Krauss y Miss Bonnemason son como verdaderos tigres encerrados en una jaula".

Para el señor de la casa, había un mucamo que realizaba los quehaceres del hogar. Por encima de éste, un mayordomo, que se encargaba especialmente de la ropa y, entre otras tareas, de traerle café o whisky a su patrón.

Al servicio de la señora, había una mucama personal en general, españolas, muchas de ellas gallegas y una lencera francesa o suiza que se ocupaba de la ropa delicada. Una o varias mucamas estaban designadas al cuidado de los niños. Las lavanderas a menudo, italianas y planchadoras, que trabajaban a tiempo completo o parcial,se encargaban de la ropa blanca en general.

Un numeroso personal estaba a cargo de la cocina. El chef francés, italiano o español tenía la responsabilidad de la reputación culinaria de la casa y lo asistían varios pinches o peones.

El trabajo era enorme. Por lo general, el ama de llaves almorzaba y cenaba sola. Se servía una comida para los niños, en compañía de sus niñeras e institutrices, y otra para el personal; en algunas casas, los hombres y las mujeres comían en mesas separadas.

LA HORA DE COMER

Por último, se servía la comida para los dueños de casa y sus invitados. Esta tarea estaba a cargo de varios mucamos de comedor, vestidos de frac (o esmoquin en los últimos años) y con guantes blancos.

Las mucamas de comedor sólo podían servir durante las cenas íntimas de la familia. En el caso de las recepciones, únicamente los hombres se ocupaban del servicio en las mesas. Su presencia debía ser impecable. Tenían que estar afeitados y sin bigote. Algunos dueños de casa no permitían que llevaran anteojos.

Una vez terminado el almuerzo de los amos, se debía preparar la repostería para el té, por lo que la mesa volvería a ponerse pronto.

Al personal afectado al interior de la casa había que sumar el que estaba encargado de las zonas externas. Más allá del portero, estaban los caballerizos, que se ocupaban de los caballos y las carrozas, y usaban galera durante los paseos y las salidas.

Más tarde aparecieron los choferes, vestidos con librea, que esperaban largas horas en los autos. En ocasiones, ellos tenían sus viviendas cerca del garaje.

Era habitual que en algunas casas -en particular las más lujosas- el servicio doméstico estuviera compuesto de unas veinte personas. Una gran parte de los empleados acompañaban a los dueños de casa a Mar del Plata o a las estancias.

María Rosa Oliver recuerda su infancia y los viajes a la chacra de Merlo. Subían al tren toda la familia, la niñera, la institutriz alemana, el ama de llaves irlandesa, dos mucamas, un mucamo, la cocinera y su pinche, la lavandera y la planchadora.

LAS HABITACIONES

En Buenos Aires, el personal femenino de las grandes residencias vivía en las habitaciones que se encontraban bajo la azotea, cerca de los lavaderos y del cuarto de planchar. El personal masculino vivía en los cuartos del subsuelo, donde altas ventanas dejaban pasar la luz y un poco de aire.

La hora de siesta se respetaba, el franco se reducía a medio día, domingo por medio, y las vacaciones anuales no existían.

Sólo quedaba la distracción de un viaje o la reducción de trabajo cuando la familia se ausentaba. El personal doméstico tenía muy pocos gastos personales. En ciertos casos, sus salarios le permitían ahorrar dinero suficiente para comprara una casa y aun una segunda propiedad a fin de poder alquilarla durante su vejez. Aquellos que no pudieron o no supieron asegurar financieramente su vejez fueron, en su mayoría, socorridos e incluso cuidados en la casa patronal hasta sus últimos días. Varios de ellos, lejos de sus familiares europeos, recibieron sepultura en la bóveda de la familia a la que habían servido durante tanto tiempo.

Este paternalismo benefactor y, por cierto, bien intencionado no logró ocultar las frustraciones inevitables, la pérdida de la independencia, la casi obligación de no tener hijos que estuvieran a cargo de ellos y, sobre todo, la lamentable ausencia de toda legislación laboral.

En 1904, el presidente Roca intentó, en vano, que se aprobara el primero y real proyecto de ley nacional laboral en la Argentina, aunque ese proyecto contenía un párrafo que decía: "Las prescripciones de esta ley no se aplicarán al servicio doméstico". La dispersión del personal doméstico y su relación de dependencia no eran las mejores condiciones para poder formar un sindicato.

La vida de los empleados domésticos parecía, entonces, incorporada a dos vidas estrechamente unidas: la de la casa y la de una familia.

Esta unión era celebrada diariamente por medio de un ritual en el que el personal desempeñaba un papel activo.

Sin embargo, no debemos olvidar a aquellos que respetaron el ritual, que lo amaron como un actor ama su papel en un espectáculo que le gusta."....

Hasta la próxima,
Arq. Luis Romo.
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